Warsztaty fotograficzne Holdena
DIGRESIONES
Me perdonan
pero sólo leo libros de poesía, página tras página, la neblina de la tinta.
Frente a la ventana se cruzan las historias de la calle, el apetito crudo hacia
las bocanadas de aire: luego papel y tinta, la geometría de las palabras, el
humo del tabaco torciendo la garganta. El tiempo siempre concluye en la
amontonada caligrafía del poema, es el tiempo que pausa y limpia el aliento.
Siempre vivo al límite de la madera y el fuego, y ocurre que siempre echo de
menos los litorales de las ingles de la letra mayúscula en las páginas de los
bolsillos. A diario, —ya como un rito ancestral— ojeo los
libros usados que me trajeron los barquitos del invierno, los de pasta aburrida y los elegantes que
asoman como ramas de la estantería hecha al borde del horizonte. Leo cada
página con su historia geométrica, cojo
otro y otro: gráciles páginas, el mechón de tinta con aroma a tierra, el polvo
que roba mi olfato tras las primeras gotas de lluvia. El mundo es como un mar
inmenso; entre mis pies, Khloe,
agachada, con su oscuridad desteñida casi al punto de mi desvarío; con su noble
gesto me acompaña en mis largas jornadas de lectura y escritura, jamás dice no
cuando paso mi mano por su cuello, centellean los sentidos como luces
fluorescentes. Ya hace tiempo que le perdí el rumbo a las distancias, trabajo
al ras de la madera como un carpintero empedernido; en realidad, nunca he
querido cambiar el rumbo con mi escritura: en ocasiones, las palabras dilatan
ese vientecillo que se cuela a través de las ventanas. El poema, después de
todo, es como salir a la calle sin ropa y sin zapatos: basta confiar en un uno
para proclamar el alfabeto. Lo único que quiebra mi voz son las piedras grises
de la noche, las muchachas que florecen alígeras en el polen, el salto
rudimentario de una silla al taburete, a la acera o a la piedra. Sé, ahora, que
son increíbles los libros de poesía: parecen como peces saltando en mis ojos,
me lanzan a voluntad propia hacia cualesquiera de los puntos cardinales: en su
ancha dentadura caben los brazos y las adversidades, la llovizna y los cascos
encabritados. Siempre me resulta extraño
el tiempo en los libros, extraño por el ritual de la escritura, extraño por el
vuelo desenfundado, extraño por el espesor de los verbos, extraño en fin, por
el grito humano, refugio de pañuelos y heridas. Al final, siento un avispero
encendido, y la boca con estallidos de luz: despierto a la altura del último
verso, mientras el sendero reacomoda su propia alegoría…
Barataria, 19.II.2013
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