RICARDO LLOPESA
Instituto de Estudios Modernistas de Valencia, España
PRÓLOGO DEL LIBRO "BLASFEMIA DEL SUBSUELO",
POR RICARDO LLOPESA
Preciso es remontarse a poco más de un siglo para conocer un poco más de cerca el protagonismo literario que alcanzó, en la cumbre del pensamiento, la trayectoria poética de El Salvador y comprender el proceso que llega hasta la poesía de André Cruchaga. Ya sabemos que todo proceso de transformación, sobre todo el poético, es lento, debido a la hondura en que entierra sus raíces el lenguaje, convirtiéndose en involucionista.
Cuando Rubén Darío (1867-1916) llegó por primera vez a San Salvador, tenía doce años y el salvadoreño Francisco Gavidia (1863-1955) diecinueve. Éste había fundado, en 1880, y dirigía La Academia Literaria “La Juventud”, integrada por un grupo de muchachos ilusionados en darle brillo al verso de Víctor Hugo. Gavidia, su impulsor, supo distinguir con claridad la clave de la cesura en el verso alejandrino y el hexámetro griego, y le hizo a Rubén la revelación. Más tarde, con los años, Darío encontró en ese secreto el misterio del ritmo en el soneto y escribió “Caupolicán” (Santiago de Chile, 1888) haciendo sonar distinto el verso el castellano. Con esto quiero decir que el germen del modernismo surgió en la cabeza de un salvadoreño, pero fue el nicaragüense quien partió de los consejos de Gavidia, rompiendo los versos, a través de otros metros y generando otra música.
Pero el honor de Gavidia terminó por convertirse en herencia, hasta el punto que, como dijo Anderson Imbert, el abrazo del modernismo a El Salvador fue tan fuerte que terminó por convertirse en un enorme abrazo que duró más allá de la larga vida del anciano poeta. Este problema impidió avanzar, como hubiese sido lo correcto, por los caminos experimentales de la vanguardia y poner la poesía a la altura de los grandes.
Hubo que esperar la llegada de Roque Dalton (1935-1975) y su espíritu revolucionario para que la poesía entrase de lleno en la modernidad, con todo lo que implica ser moderno, en el contexto de las literaturas modernas, en busca de una línea distinta a la del pasado, que es la que ahora encontramos con nuevo ímpetu, tinte heroico y surrealista, en el libro Blasfemia del subsuelo, de André Cruchaga. Con el mérito de aparecer, conjuntamente, traducido al catalán por el poeta Pere Bessó, conocido en los ámbitos de la literatura.
Para quienes no lo saben, me permito trazar unos rasgos del traductor. En los primeros años del 70 publicó en Valencia la revista “Múrice”, que hizo historia porque iba tras lo nuevo y distinto, alejándose de la tan entroncada tradición. En este sentido, tanto España como El Salvador vivieron ahogados en el pantano del pasado. Bessó se inició en la poesía y sigue siendo poeta, pero eligió la política como medio para combatir la injusticia.
Nunca en el pasado podía imaginar que el poeta Bessó tradujese al catalán a un poeta salvadoreño. Al leer a André Cruchaga comprendí que es de los poetas que nacen para sembrar la semilla nueva que hace posible la reforestación de lo diferente. Lo que también hace que nuestro castellano explore todas las posibilidades de combinación, semejante a los números de las matemáticas o las notas del pentagrama, que siempre son los mismos, pero son siempre diferente, como lo es la palabra dentro del texto.
En el momento actual, la Poesía, en mayúscula, está en tránsito de dar un salto y dejar atrás las huellas del pasado. Para cumplir su cometido se asienta sobre una nomenclatura diferente, alejada de aquellas metáforas que huelen a polvillo viejo, haciendo posible la renovación, bajo el dictado de otro lenguaje poético. Muchos poetas del pasado más próximo a nosotros dejaron sus huellas impregnadas en poemas renovadores, al estilo de Darío, Huidobro o Paz, por poner tres ejemplos.
La poesía no se escribe con inspiración, sino con lucidez y rigor. La lección de Mallarmée quedó aprendida, cuando dijo que el poema se escribe con palabras, no con ideas. También queda atrás el lenguaje que convierte la lengua en discurso o en jerga, que es peor, porque el lenguaje es iluminación en la sombra. Esa es la mejor poesía. No obstante, cada quien es dueño en su casa de hacer del texto un discurso lógico o una jerga sin sentido. El problema más importante reside en el lector que busca la razón en un cuadro impresionista, sin detenerse a pensar que los tiempos han cambiado.
Blasfemia del subsuelo es un título que invita al lector culto a entrar en un espacio que le induce a trasladarse al ámbito de lo diferente. Lo que antes dijimos de Gavidia y de Darío. A su vez, recuerdo otros títulos de difícil comprensión, como el poema “Prosa para Des Esseintes” (1885), de Mallarmée, que inicia en la poesía la transgresión; título de donde Darío tomó el suyo para Prosas profanas (1896). Nada más empezar la lectura de la obra de Cruchaga, precisamente el tercer poema, que lleva el titulo del libro, “Blasfemia del subsuelo”, nos introduce en la atmósfera del poema, que refleja el caos de la vida, utilizando un lenguaje similar: “El absurdo también es un camino en la penumbra”. El léxico que lo explica adquiere la multiplicidad de los espejos o la simple interpretación de una realidad desdoblada, dentro de una sociedad marcada por rayos que no cesan de entrar a través de la información distorsionada: “El ojo es menos fiel que los pensamientos confesos, que los deseos”. El poeta se confiesa desde la lucidez, “Aliento de palabras extrañas y oscuras”, en busca de otro lenguaje, a fin de explicar las cosas cotidianas o verlas de modo distinto, tal como las interpreta la mente, lo que supone la soledad. No explico nada nuevo si digo que cuando miramos las nubes, cada quien las percibe de una manera distinta, a través de dibujos que son siempre diferentes. Es la realidad vista desde una mirada deformada, que es siempre distinta por escapar de la norma establecida. Cruchaga tiene razón y compromiso cuando escribe: “Ahora recuerdo que decir ciertas cosas o la verdad misma es un acto / Revolucionario…”. La revolución está en todas partes, el arte y la política tienen que militar dentro de la revolución para mantenerse vivos. En este sentido, el poeta confiesa una verdad: “El ojo es menos fácil que los pensamientos confesos, que los deseos.”
Esta crítica a la razón impuesta hay que mirarla en Cruchaga, no como una crítica al sistema, sino a la norma. “Son los viejos fuegos del desvarío los que atan las alas”, dice en el poema•”Dudas del aliento”. El poeta sabe lo que quiere en su empresa de cambio: “No quiero el zumbido de la plegaria”, ni “párpados caducos frente a mis pupilas”, “ni “la ternura en embaces de coca-cola o pepsi”, ni “ojos torturadores”, sino “un tren con escalera para subir al cielo”.
Luchar contra la crisis humana que padecen los pueblos hispanos, con una población de 500 millones de habitantes, supone hacerlo desde la base, donde reside la palabra, que es el léxico, todavía anclado en el pasado. Por tanto, en la tradición. En “Crimen conjetural” el poeta pasa a revisión al malestar que se produce en el seno de la sociedad, la monotonía, el exilio interior, la discordia, el desasosiego. Las referencias son muchas (“Una vez la monotonía se posa en el Universo, caen las begonias”); recurre a la imagen falsificada por la visión (“Hay jardines edificados por el espejismo de las pupilas”); el fluir de las revoluciones (“Desde luego las mareas alteran el fluir de la historia”); la pérdida de tiempo en la vida del fumador (“Convertir en ceniza la melancolía de los relojes”); el desencanto de banqueros y políticos (“Detener la comedia de los banqueros y los políticos”); el problema causado por las iglesias, principalmente la que se ha erigido como redentora de la humanidad occidental (“No sé si es posible atravesar en tren el cáncer de las iglesias”) o algo tan caduco como las ciudades envejecidas (“Sobre el papel todos los nombres de donde extraigo / Día a día, aquí, la muerte asedia con colmillos de luz ceniza: ─No sé si es el signo de los tiempos, [la transición, dirán los politólogos con dejo de sapiencia]”. El puño del poder “no padece fatiga”, “porque sus esqueletos ya nos volvieron indulgentes”. En este punto, no puede darse una verdadera poesía centroamericana sin que haga acto de presencia uno de los mayores insultos al ser humano por parte de quienes imponen su soberbia y hasta prepotencia.
Así, con verso amplio y suelto, de alto vuelo y estilo, que se distancia del léxico impuesto por la tradición, André Cruchaga, con pluma y no machete, poda y limpia, como cuando escribe: “Ciego estoy en la clarividencia del respiro: ─no deja de ser / tortura la maleza que sobre la piedra se yergue”.
Verso largo y libre, que al decir de Juan Ramón Jiménez, en 1905, es prosa. En ese caso, deberíamos hablar de los nuevos ritmos del verso prosaico o el despojo de los ritmos clásicos del verso. En el poema “Luis de Góngora”, homenaje al magnífico poeta español y padre de lo que fue luego el simbolismo francés, Cruchaga rinde pleitesía a la palabra del mago del lenguaje, cuyos versos iniciales dicen:
Desde la sal alada de la espuma a los hígados desclavados
de las carretas, el apareamiento del minuto acecha al alfabeto,
el incesto desclava las vírgenes habitadas, hasta el cortejo
dorsal de los pasmos.
Además del verso, el poema también es largo, bíblico, como los versos largos de Whitman, que fue el primero en librar la batalla en el campo de las letras y el primero en liberar el verso del corsé del metro e infundirle nuevos ritmos. Es hoy la intrépida aventura por modernizar este indomable potro castellano, que se resiste aferrándose al pasado, en lucha por encontrar otro ritmo y otra nomenclatura. En este sentido, la poesía de André Cruchaga camina en esa vanguardia.
Lo confesional salta a lo largo de todo el libro como radiografía del alma. Ya sabemos que la mejor biografía del poeta es su obra y esto, precisamente, es lo que hace grande a la obra. Los grandes poetas han sido confesionales, se implican e implican el tiempo que les tocó vivir. Las Confesiones de san Agustín es un ejemplo. También abundan las metáforas cargadas de novedad y originalidad, basten como ejemplo estas dos: “La estrella comestible de tu virginidad” y “El humo arde en cada palabra que escribo”. Cruchaga asume la escritura con sensualidad y sacrificio en la escritura. Nos recuerda a Flabert cuando escribía dolorosamente en lucha con la palabra. Cruchaga confiesa que: “En cada letra que escribo las consonantes se desangran, / igual que los ríos cuando los muerden los peces” (“Señuelo del dintel”).
El libro consta de treinta y ocho poemas de factura impecable. La mayoría de ellos llevan citas, no como despliegue de erudición, sino afinidad de espíritu o similitud con el texto, por el tema o la estética y vale la pena citar sus nombres, porque son nombres vigentes, de actualidad: Paul Gérardy, Louis Aragon, Carlos Marzal, José Lezama Lima, Julio Cortázar, Juan Eduardo Cirlot, Dionisio Ridruejo, Miguel de Unamuno, César Vallejo, Miquel Martí i Pol, Jean Arp, Charles Bukowsky, Emilio Adolfo Westphalen, Jon Juaristi, José Kóser, Roque Dalton, Arthur Rimbaud, Pere Quart, Philippe Soupault, Blas de Otero, Pere Bessó, Rafael Alberti y César Rosales.
Si André Cruchaga, por decisión propia, renunciara a la escritura y no dejase más que un libro, Blasfemia del subsuelo, sería como legar a la posteridad un monumento, similar al que se levanta en el parque, en San Salvador, a la memoria de Morazán, porque este libro es por sus propios méritos un monumento erigido a base de palabras, para convertirlas en una sólida construcción, hecha de piedra y espíritu.
Es poesía de alto aliento, sólo comparable a la labor de los grandes creadores. Desde mi punto de vista, un punto de vista muy personal, su poesía me deja atónito. Me recuerda la fuerza visionaria de poetas, como Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal. En este sentido, su nombre, razonable es reconocerlo, se incorpora a la nómina de los grandes colosos de la poesía centroamericana y, por tanto, de la lengua castellana.
Y como los grandes poetas, André Cruchaga introduce en su discurso neologismos, por aquí y por allá, porque la lengua se le queda corta o porque necesita nuevas voces que hagan posible el fenómeno de decir más y precisar mejor, que el simple contenido de la palabra.
RICARDO LLOPESA
Instituto de Estudios Modernistas de Valencia
Diciembre de 2010
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Ricardo Llopesa nació en 1948, en Masaya (Nicaragua); llegó a Madrid en 1965, y en 1967 a Valencia, donde vive. Residió como estudiante largas temporadas en París, Grenoble y Lille.
Su primer artículo apareció en el diario “Ideal” (Granada, España, 1967); su primer poema en la revista “Poesía Hispánica“ (Madrid, 1972), y su primer cuento en la antología “Narraciones hispanoamericas de tradición oral“ (Edit. Magisterio Español, Col. “Novelas y Cuentos“, Madrid, 1973).
Ha publicado centenares de artículos en periódicos y revistas de reconocido prestigio de España y América, como las históricas “Insula“ y “La Estafeta Literaria” (Madrid), “Cuadernos Americanos” (México), “Revista Hispánica Moderna” (Nueva York).
Ha colaborado con las Universidades de Columbia y Pitsburg (USA), Complutense y Alcalá (España), UNAN-León (Nicaragua) y UNAM (México), entre otras.
Es autor de quince ediciones críticas y anotadas de Rubén Darío, entre ellas, “Poesías inéditas” (Madrid, Visor, 1988); “Treatros”. Artículos desconocidos sobre Sarah Bernhardt en Chile (Aitana, Altea,1993; y Academia Nicaragüense de la Lengua, 2002); “Poesías desconocidas completas” (Aitana, Altea, 1994), en colaboración con los académicos José Jirón Terán y Jorge Eduardo Arellano ; “Prosas profanas” (Colección Austral, Espasa-Calpe, 1998, 2002 y 2008); “El canto errante” (2006), “Azul…” (Universidad León-Nicaragua, 2008 y 2010; y Universidad Alcalá, 2008), una “Biblioteca Rubén Darío” (8 vols., Valencia, 1996).
Fundó la Asociación (1993) y luego la Editorial Instituto de Estudios Modernistas (1999); la revista “Ojuebuey“ (1984-2003). Fue Presidente (1996-97) y Vicepresidente (1998-2009) de la Asociación Valenciana de Escritores y Críticos Literarios. Desde 1997 es Miembro Correspondiente de la Academia Nicaragüense de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia Española.
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