sábado, 9 de junio de 2018

…MANA Y CORRE, AUNQUE ES DE NOCHE

Àngels Moreno, poeta
Imagen cogida de: manelalonso.blogspot.com





A MANERA DE PRÓLOGO



mana y corre, aunque es de noche



Hace años que andamos, el autor y la aquí firmante, en el vaivén de intercambios poéticos que hoy en día posibilitan las redes sociales y que, en consecuencia, han permitido la construcción de puentes y lazos allende los mares entre formas particulares de experiencia artística y literaria. Así pues, en esta hora en que el poeta André Cruchaga me escribe para pedirme un texto introductorio a su último libro, un paisaje que engloba tanta multiplicidad de escenarios y estancias como el título que encabeza este artefacto, me sumerjo nuevamente en las imágenes que, como perlas, como cuentas de rosario se ensamblan en estos textos de lugares que discurren entre el pecho y la mirada. Este nuevo espacio que les presento, lejos de ser una unidad encerrada en sí misma y caníbal de su propio cuerpo, forma parte de la larga y fructuosa trayectoria de su autor. Sin solución de continuidad, el exilio en las imágenes, la representación de todas las formas del azul, la pérdida y la palabra llevada a su máximo florecimiento en significados, ausencias y desperfectos de la vida cotidiana nos sumergen en un discurso ávido del corte de la respiración, el trasiego de las palabras nacidas de la garganta en el pálpito de los estigmas del amor.

Después de todo, vivimos el tiempo que nos vive en íntimo imaginario



A la manera de la reflexión de Caballero Bonald en la publicación de su poesía completa, titulada Somos el tiempo que nos queda, la poesía de André Cruchaga es puro tiempo. Tiempo detenido y tiempo en movimiento, espacio franqueado siempre al límite entre el ojo y la cosa intacta, la sed de describir e individualizar aquello que es mirado y que conlleva la producción de la imagen que remite casi siempre a la palabra misma en un infinito devenir de flujos, reflujos y vasos comunicantes entre lo onírico y la realidad corpórea. El tiempo es tan poco nuestro que se destruye al decirlo, descansa en la página en blanco y corre al límite de lo escrito. Desde el pensamiento a la imagen y el fantasma de la representación del pensamiento, el despojo de las letras nacidas de la discordia de lo inconsciente, de la pulsión del Eros que socava, persistente, en lo profundo. El tiempo se escapa y por eso la condena de la poesía: atrapar, saltar, llegar, siempre mirar, mirar lo disperso y lo divergente para que tenga el sentido ahí, aquí, en el cuerpo y en el tacto que iguala. El uso del poema en prosa, narrativo, es en André Cruchaga el mecanismo de construcción poético que permite el acercamiento a lo indecible, lo que se oculta en la palabra: el Otro y los ritmos, los ciclos del tiempo y sus desvelos, el Otro con sus lejanías y su cuerpo encubierto en la multitud. El poema que mira y que sirve para mirar discurre y contrae y dispersa en sí el tiempo: su mensaje, su reflexión, recae siempre sobre sí mismo, sobre el sujeto poético, sobre el yo del poema. Por eso aquellos paréntesis que cruzan los textos y les señalan la grieta. Soy parte de esta decrepitud, de vivir salpicado de ataúdes, nos dice el autor. Como Elias Canetti, el miedo a la muerte: la conjura de la muerte que es ese final del tiempo, la muerte, ajena y únicamente igual a sí misma que es el espacio en blanco, el silencio infinito, el fluir del pensamiento que se bloquea donde ya no se es. Ese lugar que no se pronuncia, esa creación de tiempo en el tiempo mediante el poema que rescata la palabra de la muerte, congela la imagen allá donde la mirada se posa, allá donde las líneas se borran, que nos decía Octavio Paz, en Libertad bajo palabra. Así, como el despojo dentro de los ojos, este motel desde donde se escribe, en la intimidad de la habitación, inmersos en la multiplicidad de ritmos distintos, de sistemas distintos, individuos en la masa individualizamos mediante la imagen retenida en el fluir de la poesía.

Nuestros cuerpos crecen y agonizan en el hambre

Si antes era el tiempo y su devenir-loco (Deleuze), el tiempo que se crea en la voz, que crea la narración, ahora es el espacio formado por esos huecos de las imágenes, donde abunda lo Otro, lo que posibilita la realidad. ¿A quién ha de dirigirse la poesía, sino es al Otro, al Otro sin nombre, sin forma, errante, pero existente, el Otro-abismo, el Otro-referente, el Otro-límite. La voz poética deja esta huella y este espacio tanto en el cuerpo de la mujer como en el espacio cuasi real de la ciudad y el motel, con sus habitaciones, con sus pequeñas y míseras realidades. Lo Otro es escasamente algo definido, pero contrasta con el yo en multiplicidad de presencias, diversidad de posibilismos. El espacio del poema recae en el cuerpo perdido, en el cuerpo deseado. Somos lo que el Otro nos permite ver, quizás, somos ese deseo reflejado allá, en ese cuerpo ansiado, en el erotismo de ave, en el sueño hastiado. Los cuerpos que crecen y que agonizan en el hambre: siempre el deseo y la carencia mueven el impulso de la escritura, siempre la recurrencia al erotismo, al lugar del amor como lugar último donde la muerte parece no tener sitio.

La luz también se va haciendo cansada flor en la madera del cuerpo

Siempre la luz, también, el cuerpo incendiado. Escribir desde lo oscuro la narración, el relato que acude al fuego para dejarse prender y volver a comenzar. En este discurso poético que nunca acaba, en este murmullo surcado de pequeños e intensos acontecimientos que atraviesan los cuerpos poéticos, la locura de la luz, la alucinación de la luz: ¿qué delirio no cabe aquí, donde todo es de repente, donde todo se ve de golpe, sin pensarlo, sin esperarlo? La luz, que nos deja aquí, estaqueados en medio de nosotros, en las sombras de los fantasmas, en el recuerdo intangible. La alucinación del lenguaje, que crea ese fantasma, lo representado obsesivamente en la vigilia. La luz que, sin embargo, comienza a apagarse, a hacerse mansa y frugal, como aquellas bombillas de la mesilla de noche que, desvencijadas, quebradas, dejan caer los últimos despojos de su gloria primera. El tiempo, de nuevo, surca el cuerpo y lo amolda a su antojo. La luz no es sino nuestro reflejo de verdad en las cosas, nuestra mirada desde lo profundo hacia la superficie. La luz y el cuerpo se aman, se entretienen en hacer de nosotros su lugar y su nido. El poema siempre habla de la luz porque revela, desvela, muestra y se basta en señalar lo que no tenemos. La finalidad del poema siempre es el salto, la fuente, divina o no, donde agonizar algo menos, donde experimentar el límite en que nos tensamos y exploramos. ¿Qué no quiso la poesía sino arder en la garganta y multiplicar los dedos? No permanecer: incendiarse. Pues, ¿qué importa el mundo cuando nosotros vivimos en esta quemazón, en la destrucción que, incesantemente, nos renueva? ¿Qué nos aportará esta intensidad, sino la palabra abismada? ¿Qué del cuerpo queda postrado ante Su cuerpo, el del Otro, también, bajo palio, la casa del ser? La grieta, la herida, la tensión oscura que mueve hacia algo, hacia arriba, hacia abajo, pero siempre en conexión con ese centro que impulsa, que mueve ese relato hacia lo que se desconoce, hacia lo que, quizás, no habría de saberse. Puede que místico, ese trajín continuo del poema, porque nos conecta con algo, nos lleva allá, a lo desconocido, donde se oculta lo que, en el fondo, nunca deseamos acabar de desvelar, pues el misterio es la grieta del poema, y en la grieta nosotros, y en la grieta el grito y el diluvio, en la grieta el pánico y los dedos, en la grieta el tumulto y el deseo, en la grieta el alimento, el maná, la vorágine, la luz, la luz salvaje y espejeada. Así, intensamente, con la llama en vilo, como le acaeció a Juan de Yepes, quien corrió a morir de pasión en esa fuente que mana y corre, aunque es de noche.



Àngels Moreno
Tarragona, Catalunya







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